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Ética (página 2)



Partes: 1, 2

Generaciones de letrados, de intelectuales,
diseñaron innumerables prototipos de ese mundo ordenado,
sin fisuras, antisísmico. Los paraísos perdidos y
las utopías políticas
constituyen los más elocuentes ejemplos en esa dirección. En nombre de Dios, de la
razón, del progreso se multiplicaron las versiones
corregidas, aumentadas, mejoradas, y en cualquier caso diferentes
del mundo feliz. Porque algunas versiones del mundo feliz
hicieron carrera, ellas fueron puestas en escena. No en muchas
partes -en las más se revelaron descontextualizadas-; no
por mucho tiempo -pronto
se revelaron anacrónicas-, sin embargo.

La mayoría de las versiones del mundo feliz contaron
con menos suerte, y su récord se reduce a una serie de
reseñas en las hospitalarias páginas de las
historias de la filosofía, cuando no de los
periódicos de provincia. En medio de la lucha de todos
contra todos, el fracaso de los ismos reputados verdaderos por
determinada sociedad o
cultura era la
oportunidad esperada por los partidarios de los ismos no
acreditados todavía, siempre al asecho. Cuantas veces un
modelo de
mundo se revelaba ineficaz, no faltaban candidatos dispuestos a
relevarlo. Ello se repitió numerosas veces.

Porque la fe de los hombres no deja de ser humana, es decir,
finita, algún día tenía que agotarse, y
tarde o temprano la crisis de
determinado ismo se transmutaría en la crisis de la
dinastía de los ismos, como en efecto ocurrió. Con
la crisis de los sistemas se
perdió la esperanza de exorcizar el elemento
trágico de la existencia, dicho en otras palabras, se
perdió la esperanza de construir un mundo feliz, cuando
las prótesis
espirituales habilitadas para tal fin se revelaron
fantasmagóricas. Un par de generaciones de pluralistas
-pudiéramos conjeturar- y el mundo de las ideas, el
motor
inmóvil, las ideas innatas, la razón pura y la idea
absoluta, pero también una serie de términos como
"realidad", "historia universal",
"sujeto", "objeto", "hombre normal"
se contarán entre los incunables del museo de la metafísica.

Aunque un mundo ordenado alrededor de un centro, en función de
un Norte, ha sido visto por algunos como la panacea, como el fin
de la historia, inclusive; después de haberlo conquistado
numerosas veces, después de haberlo perdido otras tantas,
Occidente encalló en el nihilismo.
Aunque abundan los nostálgicos del sistema, los
fieles de la dinastía de los ismos, los adictos al confort
metafísico (expresión acuñada por Nietzsche)
propio de la era del tratado, también hay quienes
sospechan que Occidente tomó la senda equivocada al
comprometerse con un dogma, con unos principios, con
un léxico. Nietzsche, Heidegger,
Derrida, Rorty entre ellos. Cuando la crisis de los sistemas nos
ha dejado a la deriva de las circunstancias, si nos asecha el
nihilismo, ha llegado la hora de repensar las bondades del
paraíso, de preguntarnos por la viabilidad de la
utopía, de discutir, en síntesis,
la conveniencia de un mundo sin tragedia.

Un mundo en el que los premios se ajustan a los méritos
y los castigos a las culpas, como sería un mundo
no-trágico, sería un mundo previsible, en el que el
futuro estaría -literalmente sea dicho- presente, en el
que -forzoso es concluir- no habría futuro.

¿Hubiéramos preferido un mundo en el que la
intersección entre el conjunto de las virtudes y el
conjunto los vicios no fuera otro que el conjunto vacío,
en el que el horizonte moral hubiera
sido urbanizado por un maniqueísmo a prueba de
excepciones, por una rigurosa taxonomía?
Si ello fuera así hubiéramos terminado por adoptar
una concepción fijista acerca de los valores, del
deber ser, como antaño se asumió de las especies
biológicas. Ello no estaría exento de
implicaciones. A falta de mutaciones nos haríamos poco
resistentes a los imprevistos, al caprichoso azar, como las
comunidades comprometidas con la endogamia lo terminan siendo a
las enfermedades.

No es el único símil por supuesto. Una sociedad
en la que la jurisprudencia
no muta, tarde o temprano terminará desbordada por las
nuevas conductas punitivas; una lengua en la
que el léxico no muta, entrabará la comunicación, la hará inviable,
inclusive.

¿Hubiéramos preferido un mundo en el que no
hubiera litigios de linderos entre la sabiduría y la
ignorancia, en el que sus fronteras fueran trazadas de una vez
por todas ? Si hubiera un orden del mundo, una naturaleza
humana, un fin de la historia, bastaría descubrirlo una
vez, y en lo sucesivo únicamente restaría
socializarlo. Muchos han creído descubrir el orden del
mundo, las pautas para su construcción también. Muchos han
pretendido colocar punto final a la conversación iniciada
por Tales de Mileto
acerca de los interrogantes cruciales de la existencia. Porque ha
sido un número plural (y en exceso) el de quienes han
creído descubrir el orden del mundo, las pautas para su
construcción, los unos se han encargado de refutar a los
otros, y ninguna de las posturas filosóficas ha salido
indemne de la escaramuza. Como lo han dicho varios en diferentes
circunstancias, Tertuliano el primero, si alguna vez se hubiera
podido deslindar lo verdadero de lo falso, la filosofía
estaría de más y nuestras facultades intelectuales
habrían alcanzado su jubilación anticipada.

Un hombre sin futuro, una sociedad vulnerable, unas facultades
intelectuales atrofiadas serían, en síntesis, las
consecuencias derivadas de un
mundo sin tragedia.

Por el sufrimiento que nos provoca y el sentido que nos
potencia, la
ambivalencia de la condición trágica de la
existencia constituye el protofenómeno de múltiples
ambivalencias surgidas alrededor suyo. Al tiempo que nos tienta,
la novedad nos atemoriza. Al tiempo que perseguimos la
estabilidad, huimos de la monotonía. Nos seduce el
cambio, aunque
lo consideramos peligroso.

No es casual ni mucho menos que la existencia de conflictos
irreductibles, de valores inconmensurables, haya sido registrada
por el teatro antes que
por otro género
literario, en la medida en que éste asume el elemento
dialógico de la vida humana (cuando el otro no es
simplemente el otro para mí, sino otro yo, de acuerdo con
Bajtín) en toda su plenitud. El teatro, dirá
Artaud, en apretada síntesis: "Desata conflictos, libera
fuerzas, desencadena posibilidades"7.

Como protagonistas de la tragedia griega, los dioses inducen
los conflictos que atraviesan la vida de los mortales, les
imponen responsabilidades desmesuradas, no les perdonan el
más mínimo desliz. No en vano dirá Domenach:
"Nada reemplaza a la tragedia en su papel escandaloso de volver a
colocar al espíritu humano frente al mal injustificado"8.
Pero son esas dificultades provocadas por los dioses las que
permiten a algunos mortales transmutarse en héroes y
potenciar el sentido de la existencia como ocurre con Eteocles,
con Antígona, con el titán Prometeo,
inclusive. Vistos desde ese ángulo, los males fomentados
por los dioses servirían como medio para un bien
mayor.

Porque el poder de los
dioses griegos es un poder repartido, los conflictos no
sólo se hacen posibles, sino además probables.
Porque entre ellos se distribuye la virtud y el vicio, las
divinidades de los politeísmos no son del todo buenas ni
del todo malas. Los dioses pueden ser magnánimos,
ecuánimes, leales, pero también lo contrario. Los
mitos en los
que es posible registrar la infidelidad, la maquinación,
el engaño de los dioses son legión. Pero son
justamente esas divinidades iniciadas en el mal, las que
estarían en condiciones de utilizarle como medio para un
bien mayor, de introducir periódicas cuotas de caos en el
cosmos para garantizar la diversidad, la incertidumbre necesaria
para sacar adelante el proyecto de
hombre como un ser abierto a sus posibilidades, es decir, como un
ser con futuro.

Aquellas concepciones que apostaron por un modelo ordenado de
mundo, que conjuraron (a su manera) el elemento trágico de
la existencia, requerían, en cambio, de un tipo diferente
de divinidad:

– Porque el mundo no es meritocrático, porque ello
constituye el mayor de los escándalos, es menester
garantizar al hombre premios y castigos justos, así sea
mediante la introducción de algunas hipótesis adicionales, como sería la
inmortalidad del alma y la
existencia de Dios. No es otra la tesis de Kant en la
Crítica
de la razón práctica.

– Asegurar a los mortales una segunda oportunidad allende este
mundo exigía un poder fuera de serie, el concurso de una
divinidad cuya palabra fuera ley, y en
última instancia, de una divinidad omnipotente.

– Porque no son posibles varias divinidades omnipotentes al
mismo tiempo, una divinidad cuya palabra fuera ley no
podía darse sino en el marco del monoteísmo.

Lejos de ser natural, la dicotomía
monoteísmo-politeísmo fue producto de
una cierta evolución (o involución) del
fenómeno religioso. Así en la primera fase del
monoteísmo hebreo, Yahwéh se revela no sólo
como una divinidad bondadosa, misericordiosa, sino además
como una divinidad colérica, arbitraria; en una segunda
fase, en cambio, las acciones de
dudosa estirpe son endosadas al demonio, el agente del mal.
Repartidas las cargas, eximida la divinidad del trabajo sucio,
de la misma manera que el Tribunal de la Inquisición
delegara la ejecución de los condenados al brazo secular,
queda abierto el camino para una concepción estrictamente
moral de la divinidad. A ello se refiere Hernández Catala:
"(…) en la medida en que la figura de Dios se va
'eticizando', Satán adquiere valor negativo
propio"9. Separado el bien del mal, transcendida la coincidentia
oppositorum de los primeros tiempos, es posible desarrollar una
concepción monolítica de la divinidad, una
concepción coherente, lógica,
como en efecto acontece en el marco de la teología, cuando
el concepto en
cuestión se reduce a un inventario de
cualidades positivas superlativas, cuando se multiplican por
infinito las cualidades humanas y se habla de omnipotencia, de
omnisciencia, de suma bondad por ejemplo.

Al tender un abismo entre la divinidad y el hombre, el
monoteísmo se propone confinar la existencia humana dentro
de límites
claros y precisos. Otro tanto harán el racionalismo,
la
Ilustración, cuando la fe en la razón y
la ciencia
alcanza dimensiones superlativas, cuando hay quienes apuestan por
el progreso de la sociedad, la felicidad del individuo y la
paz universal. Mientras los teólogos apartan a Dios de los
hombres, cuando sostienen la exclusividad de los atributos del
primero, no dejando para los últimos otra vía que
la fe, otro rol que la obediencia; los filósofos, en cambio, alejan al hombre de
Dios, bien porque afirman la autonomía del primero, bien
porque niegan la existencia del último. Se trata de dos
vías complementarias por supuesto. Ello tiene sus
implicaciones, sin embargo.

Que los teólogos hayan realizado ingentes esfuerzos por
ofrecer una imagen coherente,
lógica de la divinidad, y atribuir a su objeto de estudio
las virtudes humanas multiplicadas por infinito para fasto de su
facultad y envidia de las facultades vecinas en la universidad
medieval, revela una incomprensión del fenómeno
religioso. Lejos de asumir una condición
monolítica, el fenómeno religioso estaría
articulado por elementos antagónicos.

Leemos en Lo santo de Rudolf Otto: "El contenido cualitativo
de lo numinoso (…) está constituido de una parte
por ese elemento (…) que hemos llamado tremendum. Pero, de
otra parte, es claramente algo que al mismo tiempo atrae, capta,
embarga, fascina. Ambos elementos atrayente y retrayente, vienen
a formar entre sí una extraña armonía de
contraste"10. Así haya sido suprimida por las
teologías, la ambivalencia de lo sacro resulta compatible,
en cambio, con la ambivalencia de lo trágico, en cuanto la
participación de las divinidades en la vida de los hombres
constituye al mismo tiempo el dique que contiene y la dificultad
que forja.

Entre el monoteísmo y el politeísmo no
sólo varía la concepción de la divinidad,
otro tanto sucede con la relación dios-hombre. Mientras
reserva para los suyos la bienaventuranza eterna, Dios condena a
los pecadores al castigo eterno. No sólo eso. Entre los
teólogos de los monoteísmos no faltan quienes
definen este mundo como un valle de lágrimas haciendo
todavía más evidente la asimetría entre el
bien y el mal.

Semejante concepción maniqueísta del sufrimiento
característica del más allá, se opone
diametralmente a lo acontecido en este mundo tal como fuera
registrado por los trágicos, quienes hacen del sufrimiento
un medio para un bien mayor, quienes explican la vida humana como
una dialéctica entre el sufrimiento y el sentido, quienes
comprometen a los dioses con semejante estratagema.

Hay quienes replican que el mundo cruzado por múltiples
conflictos del que fueron protagonistas, testigos y
víctimas los hombres de la Grecia
arcaica, de la Grecia clásica, fue producto de la
superstición, la especulación, cuando no de la
ficción; quienes asumen que los conflictos trágicos
fueron exorcizados por el Positivismo,
cuando no por la Ilustración. No faltan las objeciones, sin
embargo.

Con la crisis de los sistemas colapsó la era del
tratado, se perdió el confort metafísico que
antaño permitía al hombre conservar la esperanza de
un mundo feliz. No sólo es posible registrar el conflicto
entre la seguridad y el
sentido, y ante el cual se debatieron Adán y Eva cuando
fueron tentados por la serpiente. No sólo hay conflicto
entre el presente y el futuro, el mismo que padeció
San
Agustín cuando pedía a Dios castidad, pero
todavía no.

Hay también otros conflictos cuyo protagonismo resulta
indiscutible en los tiempos presentes. El conflicto entre la
libertad y la
igualdad,
ideales políticos que no ha sido posible armonizar a pesar
de los esfuerzos realizados por gobiernos comprometidos con los
más disímiles idearios políticos, en la
medida en que la libertad genera desigualdad. El conflicto entre
la cantidad y la cualidad, entre la abundancia y la exclusividad
de los bienes
adquiridos, conflicto característico de la Sociedad de
consumo, y que
las tarjetas de
crédito
intentan resolver hipotecando el futuro, es decir, relevando un
conflicto por otro.

Porque vista desde las antípodas la creación es
también destrucción; porque toda revolución
implica la redistribución del poder, la alteración
del orden; porque pensar es repensar, a riesgo de socavar
nuestro confort metafísico; porque no es posible una
auténtica transformación espiritual sin antes morir
en lo que se es y renacer otro, la dinámica del cambio, por su propia inercia,
se traduce en la transgresión de los prejuicios, las
presunciones, los presupuestos
preexistentes, y ello no acontece sin dolor, sin nostalgia.

Lejos de ser una patología de la existencia, un error,
un desvío, los conflictos constituyen la condición
de su posibilidad, y no estaría en nuestras manos
suprimirlos. El paraíso es utopía. Es cuando
adquieren vigencia términos como reingeniería, cuando se asume la
universidad como universidad permanente, cuando se reivindica, en
síntesis, el paradigma
trágico, solidario éste, con una concepción
de mundo como mundo a medio hacer, con una concepción de
hombre como ser en camino. Porque cualquier reconstrucción
de mundo que se adelante, acontece a expensas de la
construcción anterior, de las demás opciones, del
tiempo disponible, y no estaría exenta de conflictos.

 

 

Autora:

Duran Sarmiento, Maria J.

Docente: Jesús Mora

República Bolivariana de Venezuela

Colegio Nacional de Técnicos en Traumatología y
Ortopedia

Seccional  Táchira

San Cristóbal, Julio de 2008

Partes: 1, 2
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